Estaba a punto de llegar el día. Todavía la fecha se encontraba en el aire, aunque su cara lo decía todo. El cansancio, la fata de aliento, las noches sin dormir… todo indicaba que el fin se acercaba. Sin lugar a duda, la vida estaba a punto de cambiarles.
Creían estar preparados para lo que se avecinaba, a pesar de ser inexpertos y jóvenes.
Aquella noche, todo se desató. Los dolores y los vómitos empezaron a florecer. Eran continuos, cada diez minutos y, aunque duraban muy poco, la dejaban indefensa.
Su marido la veía retorcerse y jadear con los ojos repletos de lágrimas entre el dolor y la emoción. Mientras caminaban, de camino al hospital, se agarraba fuertemente al brazo de su esposo, incapaz de disimular su ilusión.
El camino se hizo más largo de lo que esperaban, pues iban descansando a cada paso.
Con urgencia la ingresaron para prepararla: camisón azul, pulsera personificada y camilla donde descansar.
Después de dos empujones y algún que otro jadeo, sintió que pronto todo pasaría y, alargando las manos hasta lograr tocar su delicado cuerpo, tiró de él, ante la atenga y emocionada mirada de su marido y, tomándolo entre sus brazos por fin lo escuchó… era un llanto perfecto, el más perfecto que jamás había escuchado, lleno de vida… y, allí estaba ella, despeinada, cansada, dolorida… y, con una amplia sonrisa capaz que iluminaba al bebé que llevaba entre sus brazos.
Ese día de julio, siempre llevaría su nombre…: Aitor.