Aquella mañana se despertó con desgana. Durante toda la noche no pudo pegar ojo. No dejaba de pensar en lo acontecido el día anterior. Aquello le estaba matando por dentro. No podía o, mejor dicho, no debía contarlo a nadie, pero sentía como aquel secreto oprimía su estómago. Intentaba olvidarlo y respirar lo más profundamente posible y de aquella manera aplacar al adversario de sus entrañas, pero no funcionaba, solo servía para hacer más grande la agonía que llevaba a hombros y acelerar su corazón. ¿Qué podía hacer? El suceso le estaba matando.
Dejó de sonreír a las personas que le rodeaba, consciente de que parecía un alma en pena, de que así no valía la pena vivir. Los demás era como extraños que pasaban como en una película de cine mudo por su vida.
Tan solo había pasado un día, pero ¿sería capaz de aguantar mucho más?
Se miró en el espejo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas que debían haber salido hacía años, pero se fueron amoldando en su interior. Ya no podía seguir deteniéndolas.
– ¡Los chicos no lloran! -Le había dicho siempre su padre-. ¡Sécate esas lágrimas y levanta la cabeza!
Ahora no estaba para decírselo y, tampoco podía ayudarle en su lucha. Se volvió a mirar el espejo y descubrió a un hombre totalmente abatido, envejecido. Su rostro solo denotaba tristeza. Cubrió la cara con sus manos y rompió a llorar. ¡No puedo más! -pensó desconsolado. Entonces, la rabia se adueño de él y, con todas sus fuerzas, asestó un puñetazo al pequeño espejo del lavabo, rompiéndolo en mil pedazos. Ahora las lágrimas se fundían con la sangre resultante de aquel infortunado golpe que, sirvió para abrirle los ojos.
No volvería a sentirse triste nunca más. No volvería a sentir que les había defraudado. Todo debía acabar aquí. Necesitaba poner fin a todo lo que él mimos empezó. Miró a su alrededor. Secó sus lágrimas y cubrió su mano con la toalla. Echó un vistazo al fragmentado espejo y cerrando la puerta, se marchó sin mirar atrás.