Me quedé mirando mientras esperaba a que cambiara el color del semáforo. Desde allí podía ver la tristeza reflejada en su cara. Tenía la irada perdida en el horizonte. Sus ojos mostraban nostalgia y soledad; una inmensa soledad, apenas comparable con nada.

Cada mañana, al pasar la avenida, allí lo encontraba, sentado en el frío y dura banco rojo. Las hojas de los árboles acariciaban su pelo al desplomarse contra el suelo, no obstante, a él no parecía importarle. Nada de lo que que ocurriera a su alrededor tenía ya sentido.

A pesar de todo, me gustaba verlo allí sentado con las manos bajo sus muslos y moviendo los pies, cual un niño sentado en un columpio, aunque, no podía evitar que aquella imagen me helara el corazón. ¡Se le veía tan solo!

Con el paso del tiempo, su imagen se fue desvaneciendo. El banco, antes lleno de vida con aquel cuerpo prácticamente inanimado, ahora estaba vacío. Nadie se acercaba a él. La gente cuchicheaba al pasar por su lado y miraban con tristeza, el asiento descolorido.

Soy consciente de que ya no está con nosotros y, por esa razón, su banco se ha quedado vacío pero, cada mañana, al pasar por la avenida, no puedo evitar dirigir la mirada hacia su lugar especial y, dejar escapar una lágrima, una lágrima repleta de tristeza, porque no dejo de ver aquel pequeño instante donde sus esperanzas volaban y soñaban con dejar de un lado toda esa soledad que le invadía, aquel lugar donde renacía cada mañana con la brisa golpeando su cara y las hojas acariciando su pelo, haciéndole creer que a cada oleada, sus vidas estaban más cercar y sabiendo que pronto, dejaría de estar solo.

Dedicado a mi padre, al que tanto añoro.

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